(Una historia que es parte de la escapada cicloturista Bilbao / Santander)
Santoña, agosto de 1810
La niebla del amanecer se pegaba a la piel como el miedo, y Joseba Mendizábal sabía que esa madrugada o se haría rico o moriría en las aguas heladas de la bahía. Desde su escondite en los acantilados de Laredo, podía ver las luces del puesto francés parpadeando como estrellas malévolas en Santoña.
«Malditos casacas rojas», murmuró entre dientes mientras revisaba por tercera vez la carga que había costado seis meses de preparación. No era tabaco esta vez, ni siquiera oro. Era algo mucho más peligroso: cartas.
Cartas de amor de esposas españolas a esposos encarcelados. Cartas de comerciantes vascos a socios en Londres. Cartas con secretos militares que valían más que todo el bacalao de Terranova. El Cardenal Richelieu había puesto precio a su cabeza desde que interceptaron su última carga, pero Joseba tenía una ventaja que ningún francés podría entender jamás: conocía cada roca, cada corriente, cada susurro del viento entre Laredo y Santoña como si fueran las arrugas de su propia cara.
La txalupa «Gaviota Negra» esperaba oculta entre las rocas, con su casco pintado del color del agua nocturna. Sus tres compañeros ya estaban a bordo: Mikel el Sordo (que oía mejor que cualquier hombre cuando se trataba de patrullas), Patxi Arrantzale (cuyas manos conocían el mar desde los doce años) y la joven Maika, apenas dieciocho años, que temblaba no de frío sino de la emoción de su primera travesía de alto riesgo.
—Gaur gaua da gure gaua —susurró Joseba—. Esta noche es nuestra noche.
El plan era sencillo en su desesperación: navegar pegados a la costa, aprovechar la marea alta de las tres de la madrugada, y llegar a la cala secreta de El Brusco antes de que los centinelas franceses completaran su ronda. Allí les esperaba Catalina, la tabernera que llevaba dos años pasando información a cambio de telas catalanas y chocolate de Bayona.
Pero esta vez era diferente. Esta vez transportaban la correspondencia secreta del mismísimo Fernando VII de España, llamado ¨el Deseado¨, dirigida a comerciantes santanderinos dispuestos a financiar la resistencia española. Una sola de esas cartas podía cambiar el curso de la guerra… o mandar a cuatro vascos al patíbulo inglés.
Joseba se santiguó, besó el amuleto de plata que le había dado su amatxi antes de morir, y empujó la txalupa hacia las aguas negras.
—Andreak eta gizonak, mujeres y hombres nos esperan al otro lado —murmuró—. Y nosotros nunca decepcionamos a quien confía en los 8 contrabandistas de Santoña.
Las primeras remadas se perdieron en el susurro de la espuma. En la distancia, Santoña brillaba con las antorchas iñfrancesas, ajena al tesoro de secretos que navegaba hacia sus costas en una barca que parecía una sombra más en la noche cantábrica…